lunes, 16 de septiembre de 2013

Un hombre a un altavoz pegado


Cada vez que recuerdo el diálogo que voy a transcribir a continuación me palpita una sien y se me acelera el pulso. Y no por su contenido (peores cosas he escuchado impertérrita en los últimos tiempos), sino porque uno de los protagonistas hablaba con un volumen de voz tal que nos hizo partícipes involuntarios de sus cuitas a todos los que compartíamos con él autobús y probablemente a los ocupantes de los vehículos que pasaban cerca. Me atrevo a pensar que hasta algún peatón que cruzaba despreocupado el paso de cebra percibió tamaña potencia vocal.
Tres personas forman parte del elenco de esta pequeña escena basada en hechos reales: Señor A (el vociferante), Señora A (su sufrida esposa) y Señora B (la típica mujer que tiene como profesión intervenir en todas las conversaciones).

Todo sucedió en un autobús urbano de esos que recorren el municipio de forma circular. En una de las paradas rutinarias, una pareja sube al autobús. Ambos rondan los 60 años. Él viste pantalón de pinzas de tiro alto y una camisa azul de manga corta. Ella lleva falda, camiseta de flores y un abanico que agita con energía. El drama comienza en el mismo momento en que Señor A introduce su billete en la máquina y ésta emite el pitido que indica que el ticket no es válido.

Señor A: ¡¡¡¡YA ESTAMOS OTRA VEEEEZZZZ!!! ¡¡¡ESTA MAÑANA ME HA PASADO LO MISMOOOO!!! ¡¡¡ACABO DE COMPRAR EL BILLETE Y YA SE HA ESTROPEADOOOO!!!

El conductor del autobús, que habla a un volumen normal y se encuentra detrás de una mampara, le debe comentar que es un problema muy frecuente y que están intentando cambiar las máquinas.

Señor A: ¡¡¡LO MISMO ME HA DICHO TU COMPAÑERO ESTA MAÑANAAA!!! ¡¡¡PERO CAMBIAD LAS MÁQUINAS YAAA!!! ¡¡¡QUE ME DA MUCHO CORAJEEE!!!

El buen hombre no es muy consciente de que, en su arrebato emocional, está taponando la entrada del vehículo. Los de detrás comienzan a carraspear nerviosos. Sólo su mujer, que continúa abanicándose como si no hubiera un mañana, se da cuenta de la situación y le insta a ocupar su asiento.

Señora A: Vamos, siéntate ya, que tiene que pasar la gente.

Señor A: ¡¡¡ES QUE ME DA MUCHO CORAJEEE!!! (el hombre insiste en su argumento) ¡¡¡QUE EL BILLETE ESTABA NUEVOOO!!! ¡¡¡CLARO, CLARO, DICEN QUE VAN A CAMBIAR LAS MÁQUINAS Y  LUEGO NO CAMBIAN NADAAA!!! ¡¡¡QUÉ VAN A CAMBIAR, PUES NADAAA!!!

Mientras la pareja avanza por el pasillo, comienzo a implorar que se sienten en la otra punta del autobús, pero Murphy, su ley y yo solemos ser buenos amigos y, efectivamente, ambos tienen a bien situarse detrás de mi asiento.

Señor A: ¡¡¡ASÍ VA TODOOO!!! ¡¡¡NO CAMBIAN NADA PORQUE NO HAY DINEROOO!!!

Señora B: Diga usted que sí (ahí está, ha llegado su momento, la Señora B interviene y corrobora las palabras del altavoz humano. No se moja demasiado, pero, sin duda, con esta frase se gana a tu interlocutor ipso facto).

Señor A: ¡¡¡SI ES QUE, SEÑORAAA!!! ¡¡¡ESTA MAÑANA ME HA PASADO LO MISMOOO!!! ¡¡¡Y AHORA OTRA VEEEZ!!! ¡¡¡Y, HALA, EL BILLETE YA SE HA ESTROPEADO Y ESTABA NUEVOOO!!! ¡¡¡ES QUE NO HAY DERECHOOO!!!

Señora B: Tiene usted razón, es que no hacen nada bien (esta afirmación también es bastante socorrida. Puede referirse tanto a una empresa de autobuses interurbanos como a la troika de la Unión Europea).

La Señora A va a dislocarse la muñeca abanicándose. Su marido, con tacto envidiable y su aterciopelada voz, le espeta: ¡¡¡YA ESTÁS OTRA VEZ CON LA JODIDA CALOOOR!!! ¡¡¡ES QUE SIEMPRE TIENES CALOOOR!!!

Señora A: ¿Y qué quieres que le haga si tengo calor? (como se nota que su señor esposo no sufre en sus carnes la menopausia, una de las múltiples maldiciones bíblicas con las que se nos ha obsequiado a la mujer).

Señora B: Normal, señora, está haciendo mucho calor (desde luego, esta mujer es un prodigio de sensatez. No dice una palabra más alta que la otra y, encima se pone de lado de la señora del abanico en una suerte de complicidad femenina francamente envidiable).

A mi lado se sienta una pobre incauta con cara de enferma. Creo percibir en ella los síntomas de una migraña. Se toca demasiado la cabeza, se tapa la cara con las manos… Me da a mí que también sufre algún tipo de deficiencia auditiva, porque nadie en su situación se sentaría delante de semejantes cuerdas vocales. Cuando se da cuenta de su error, ya es demasiado tarde.

Señor A: ¡¡¡YA ANOCHECE ANTEEES!!! ¡¡¡SE NOTA QUE LOS DÍAS SON MÁS CORTOOOS!!! (giro de la conversación) ¡¡¡YA HAY QUE CAMBIAR LA HORAAA!!! ¡¡¡EN SEPTIEMBREEE!!!

Señora B: Creo que en octubre (y vuelve a tener razón)

Señor A: ¡¡¡YO CREO QUE ES EN SEPTIEMBRE, PERO PUEDE SER EN OCTUBREEE!!! (se dirige a su mujer) ¡¡¡OYE, LA HORA CUÁNDO SE CAMBIA EN SEPTIEMBRE O EN OCTUBREEE!!!

Señora A: ¿Qué dices? (un fuerte aplauso para la capacidad de abstracción de la señora. Esta mujer es el claro ejemplo de la supervivencia del ser humano. Convivir día a día con un tipo que sobrepasa el límite de decibelios permitidos le ha dado el don de poner en blanco su mente, pero, sobre todo, de que sus oídos seleccionen sólo aquello que les interesa. Olé por ella).

Señor A: ¡¡¡MI SEÑORA, QUE NO ME ESTÁ ESCUCHANDOOO!!! (ahora habla a la Señora B, que asiente. Supongo que también está alucinada con las habilidades de la Señora A).

Señor A: ¡¡¡MIRA UNA FARMACIAAA!!! (sí, es cierto, por la ventanilla se divisa una farmacia. ¿Por qué habrá llamado su atención? ¿Es la primera vez que ve una?) ¡¡¡ESTA ES DE LAS QUE ABRE TODO EL DÍAAA!!! ¡¡¡YA PODÍAN PONERNOS UNA FARMACIA EN EL BARRIOOO!!! ¡¡¡PERO NO HACEN NADAAA!!! ¡¡¡SI ES QUE LO HE PREGUNTADO YO Y ME HAN DICHO QUE LOS LOCALES VALEN MÁS QUE UN PISOOO!!! ¡¡¡ASÍ COMO VAN A PONER NADAAA!!!

Señora B: Es verdad, a ver cuándo ponen algo más en el barrio que no sea un bar o un chino (a mí ya se me ha caído un mito. Esta señora no hace más que hacerle la pelota al vociferante. Qué pena. Apuntaba maneras de contertulia).

Mi compañera de asiento está al borde del vómito. Vuelvo a rogar a quien me escuche que no gire la cabeza hacia mí cuando le venga la arcada. Afortunadamente, pulsa el botón y se dirige hacia la puerta de salida, no sin antes echar una mirada cargada de odio al Señor A. Decido emular a la mujer del abanico y abstraerme para intentar que mis oídos descansen de semejante tortura. Temo llegar a casa y descubrir que se me ha perforado un tímpano. Así que me pongo los cascos, trasteo un rato con el móvil, miro por la ventana y me imagino que estoy en un lugar paradisíaco… Sin embargo, el ansia de cotilleo puede más que el dolor físico y enseguida apago la música. Sólo consigo escuchar lo siguiente:

¡¡¡EN MI PUEBLO DE EXTREMADURAAA… MARIO CONDEEE… EXPROPIARON LAS TIERRAAAS… Y AHÍ LES TIENES, CULTIVANDO PATATAAAS!!!

Ignoro por qué la conversación ha tomado estos derroteros, qué hace Mario Conde cultivando patatas y cuál es la relación entre una expropiación de tierras y los tubérculos. Me apena haberme perdido lo más sustancioso del diálogo.

Señor A: ¡¡¡BUENO, SEÑORA, ESTA ES NUESTRA PARADAAA!!! ¡¡¡HASTA LA PRÓXIMAAA!!!

Señora B: Adiós, hasta otra ocasión (la noto triste, creo que ha despedido a su héroe de forma bastante fría).

Espero que le vaya bien, buen hombre. Que conserve la voz durante años. Que construyan una farmacia en el barrio y, sobre todo, que arreglen de una vez las máquinas. Que tiene razón, oiga. Que da mucha rabia comprarse nuevecito el bono de 10 y que el primer día ya te tengan que hacer el agujero. Que luego termina como un queso gruyere. Eso sí, mi cabeza, mis nervios y yo deseamos no volver a coincidir con usted en un espacio cerrado. Sin acritud.

martes, 3 de septiembre de 2013

La playa y sus gentes. Capítulo 3: Las mujeres


Sí, sí, no estáis soñando. Estamos en septiembre. Y, como esbozaba en entradas anteriores, ya podéis desempolvar las panderetas, ir pensando en el tan temido reparto de fiestas con la familia y comenzar a ahorrar para los regalos de Reyes, que en nada nos metemos de cabeza en la Navidad.
No obstante, en los últimos coletazos del verano nos encontramos con un grupo de gente blanquecina y con más paciencia que el santo Job que tiene a bien empezar su periodo vacacional justo cuando media Humanidad regresa al trabajo. Todos podemos convertirnos en algún momento de nuestra vida en estos seres admirables que se han tragado sin pestañear imágenes de pies en la playa, pies en la piscina, pies haciendo puenting, pies en una barbacoa, pies de turismo por Berlín, pies contemplando una puesta de sol… mientras realizaban las tareas suyas y las de sus compañeros veraneantes más solos que la una y padeciendo intensas olas de calor. Esos valientes, que piden encarecidamente a Dios, a la Madre Naturaleza o a quién quiera que les escuche que el sol y el buen tiempo se prolonguen unas semanitas más; que en su día decidieron convertirse en meros espectadores de la encarnizada lucha que se libró en su trabajo por los meses de julio y agosto, y que tienen que escuchar hasta la saciedad aquello de “bueno, por lo menos septiembre es más barato”, cuentan con el karma de su lado y disfrutan, casi hasta el orgasmo, de un gesto de lo más normal: dar dos besos de despedida a sus colegas bronceados. Creedme si os digo que, pese a todos los inconvenientes, largarse de vacaciones cuando toda la ciudad recupera su pulso vital es uno de los placeres más desconocidos del ser humano. Supongo que muchos estaréis ahora mismo en esa envidiable situación, así que el último capítulo de la tan alabada serie “La playa y sus gentes” va por vosotros.

Como siempre, y para no variar, cinco son los tipos de mujeres que voy a analizar:

- Mujeres que confunden bajar a la playa con acudir a la boda de los Príncipes de Asturias.
Ese pantalón corto que no te pones porque no deja nada a la imaginación, ese vestido que compraste en el mercadillo de tu barrio, esa camiseta tan “veraniega” que te regalaron el año pasado y que se ha salvado de milagro de ser convertida en trapos… El común de las féminas bajamos a la playa pertrechadas con nuestros atuendos más “cómodos”, un bonito eufemismo que en realidad se refiere a aquellas prendas absurdas que jamás nos pondríamos para nuestros quehaceres urbanos, pero que en el contexto playero y con el bikini debajo adquieren una dimensión infinitamente más útil.
Total, de qué sirve arreglarse más si pasar el día en la playa es probablemente el acto menos glamouroso del que tenemos constancia. La arena quema y te hace andar como Chiquito de la Calzada, los protectores solares dotan a tu piel de una pátina blanquecina, el viento y el agua marina convierten tu pelo en estropajo… Estar medianamente presentable es un acto heroico e inútil, un gasto de energía innecesario.
No obstante, existe un conjunto de mujeres estupendas a las que ni siquiera las dermatitis o los juanetes les hace despojarse de sus maquillajes y tacones. Y mucho menos, la playa. Reconozco no haberlas visto en persona (o por lo menos, no tan frecuentemente),  pero protagonizan las revistas del corazón y los magazines de sociedad. Visten multitud de collares, pulseras, los bikinis a juego con sus vestidos, sandalias de plataforma, llamativos caftanes de manga larga, sombreros muy grandes y algunas, las más modernas, hasta llevan botas, con el consiguiente perjuicio para las pituitarias de las personas que están cerca de ellas. Su rasgo más característico y lo que las diferencia del resto de las mortales es que se bañan con gafas de sol, por lo que cuando termina el verano deben acudir prestas a un fisioterapeuta para que les alivie la rigidez de cuello.

- Mujeres que ansían convertirse en Oprah Winfrey.
Envidian el tono de piel de las mujeres negras y hacen todo lo posible por asemejarse a ellas. En su vocabulario no existe la palabra “melanoma”. A primera hora de la mañana despliegan su toalla en la arena. Vierten sobre su cuerpo una cantidad generosa de bronceador factor 2. Se tumban. Al rato se levantan y se meten en el mar. Salen enseguida y se vuelven a tumbar. Esta vez deciden tostarse por el otro lado. Cuando ya estás empezando a llamar al 112 porque piensas que han fenecido, reaccionan (menos mal) y se refrescan nuevamente con el agua del mar. Si se acuerdan, comen algo. Se tumban de nuevo. Así, hasta que el sol decide esconderse, que es el momento idóneo para enrollar la toalla y marcharse. Gracias a este repetitivo ritual adquieren un color marrón que, con orgullo, lucen al regresar a sus lugares de origen y que, con probabilidad, les hará convertirse en una uva pasa requemada poco antes de entrar en los 50.

- Mujeres que miran al horizonte deseosas de que llegue una avioneta con pancarta y las rescate.
Desde que son madres, estas mujeres se ven abocadas a veranear en la playa por el bien de sus hijos. En algún momento de la historia de la Humanidad alguien mencionó que el agua del mar, la arena y el ambiente costero eran saludables para los niños y ellas siguen el consejo al pie de la letra. Aunque estén hartas de cambiarlos veinte veces de ropa. De correr detrás de ellos para que no se adentren demasiado en el agua. De intentar que coman otra cosa que no sea helados. De embadurnarles de crema. De evitar que jueguen con una medusa. De tragarse sin anestesia las animaciones de los hoteles. Añoran sus viajes pre-hijos y se cuidan bien de no ir siempre al mismo pueblo, no sea que a sus retoños les de por socializar y hacer amigos. Se juran y perjuran a sí mismas que el año siguiente no caerán en el mismo error, pero las risas despreocupadas de sus niños rebozándose en la arena y, sobre todo, lo guapos que están morenitos, les hará olvidar todo lo sufrido y dedicar nuevamente una semana de su vida a los innumerables “beneficios” que les proporciona el mar.

- Mujeres paseantes.
Las de más edad visten ropas holgadas con una profusa decoración basada en ramajes y en lo que viene a llamarse ahora “animal print” (y toda la vida ha sido conocido como “ese estampado hortera como de leopardo”). Como prefieren vender su alma al diablo antes que quemarse, muchas de ellas cubren sus hombros con pañuelos o camisetas, metiendo dichas prendas por debajo de las tiras del bañador. Independientemente de su edad, las mujeres paseantes suelen ir en grupo, ya que esto hace la caminata mucho más amena y así se puede criticar mejor al resto de los paseantes. La mayoría de las mujeres niegan realizar esta última actividad, pero, no nos engañemos, si nosotras sólo paseáramos para aliviar nuestras arañas vasculares, la orilla del mar parecería Madrid en agosto. A fin de cuentas, caminar por la arena es un sinsentido aceptado socialmente, porque ¿qué necesidad hay de andar hasta el final de la playa como pollos sin cabeza, para luego volver otra vez al punto de partida? Sin duda, tu cuerpo agradece tan sano paseo, pero, desde un punto de vista psicológico, ¿compensa la ansiedad que te ha generado tardar en descubrir que tu familia y amigos no han mutado de forma, sino que, simplemente, te has metido en otra sombrilla?

- Mujeres kiosko.
Estas mujeres se lanzan como locas a los kioskos o supermercados de rigor a comprar revistas femeninas (sí, esas publicaciones que nos enseñan los vestidos que nunca vamos a poder llevar, los hoteles que jamás nos podremos permitir, los restaurantes que sólo lograremos pisar si robamos un banco... para luego, en plan fin de fiesta, hacernos rellenar un test psicológico acerca de si estamos o no satisfechas con nuestra vida), ya que vienen cargadas de utensilios muy necesarios para afrontar su estancia en la playa.
Podemos verlas llevando sus pertenencias en bolsas pretendidamente firmadas por diseñadores de moda, haciendo equilibrios sobre chanclas de talla única, guardando el dinero en pequeños monederos que huelen a plástico... Su principal característica es que, una vez pasado el periodo estival, no suelen malgastar sus ahorros en semejantes fruslerías.